EL ABUELO Y EL OTOÑO
Escrito en 2012, cuando todavía era
“joven”.
Existe vida en el ocaso.
Se vistió despacio, sabiendo de su cuerpo
tanto como los otros desconocían, recogió las llaves, se ajustó la boina negra
sin capar y su mano derecha se apoyó en aquella cachava de madera clara que le
hacía sentirse seguro. Bajó en el ascensor con los ojos perdidos en la ilusión
de un nuevo paseo, aquel paseo en que el otoño y él se fundieron en la misma
idea.
Comenzaba para unos el otoño y él estaba
dando sus últimos pasos con la ilusión de quien roba meses a los años. Salió
feliz a la calle y sintió en el rostro el dulce frescor de la tarde, arrastró
lentamente sus zapatillas hacia el paseo acariciando hojas conocedoras del
rigor de las estaciones y, con la mirada firme en el banco vacío, apoyó de
nuevo su cachava de madera clara un trecho más cerca de la nada.
Sus ojos brillan cada día con la ilusión
de un niño cuando su espalda encorvada por los años reposa su historia en aquel
banco conocedor de secretos y recuerdos acunados en sus tablas. Pendiente del
tiempo, tantea en el pasado la felicidad del reencuentro. Cae lentamente alguna
hoja impulsada, en su debilidad, por el viento.
Se detiene la tarde en la sonrisa de aquel
solitario abuelo que ojea entre sueños, en su chepa de recuerdos, los momentos
que acertó a vivir eternos. No necesita nuevos árboles la hoja caída, no
necesita nuevas vidas quién acertó a encontrar ilusión en el pasado. Sabe la
hoja húmeda que no volverá al árbol y el anciano que no dejará su cachava
blanca pero ambos tienen en el rescoldo de los sueños una luz verde cargada de
esperanza.
Se oculta el sol, el fresco se convierte
en frío, el anciano ajusta su boina negra sin capar y levanta su cuerpo
lentamente para regresar. Sus zapatillas acarician las hojas caídas, brilla en
sus ojos el paseo de mañana al despertar.
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