¡Duerme mi niño, que viene el lobo…!
Las estaciones no distinguen los años, monótonas; los labradores mirando al cielo pidiendo clemencia para los cultivos y haciendo en cada mes lo que la tierra y los animales mandan. Decidiendo barbechos, arando sin descanso para oxigenar la tierra, sembrando el centeno, la avena, el trigo o la cebada y a esperar a que cambie el color de los tallos de los cereales y llegue la esperanza con unos campos de un verde intenso que prometa cosechas abundantes.
Las vacas, las ovejas, la matanza del cerdo, las gallinas, los pavos, los perros y los gatos ocupan a los habitantes del pueblo limpiando cuadras, ordeñando vacas, recogiendo huevos o elaborando quesos para venderlos, ya curados, en el mercado de Villadiego. Cien faenas de mantenimiento de los aperos de labranza o de mejora en la cuadra de las vacas o en las tenadas de las ovejas.
Yo vivía en aquel pueblo. Era un niño de siete años cuando me contaban esta historia, un niño rodeado de frío, de campo, de animales, de cuadras y de miedo. El centro de mi pueblo era el pilón, abrevadero para las vacas y agua para las casas en aquella fuente que lo coronaba. El frío de un invierno cruel con mis pantalones cortos y un campo hostil en espera de la primavera.
Al llegar la noche los candiles espantaban la oscuridad poblando la casa de sombras. La lumbre juntaba a las familias en espera del sueño y se contaban historias de lobos que bajaban a comerse las ovejas. Una mañana al ir a la escuela descubrimos sangre junto a la historia de un cabrito muerto; los hombres cargaron sus escopetas y marcharon al campo en busca de los causantes de aquella sangre.
—A las cuatro comenzará la batida, seguid las órdenes de Desiderio, las recompensas se dividirán a partes iguales por el número de escopetas —el pregonero, todo bufanda tras la turuta con la que convoca al pueblo, repite en las cinco esquinas lo que todos ya saben por ser pocos habitantes.
Pagaban por matar topos, lagartos y, especialmente, lobos. El miedo a aquellos hombres con la cara tapada en busca de matar al lobo era una imagen que luego utilizarían las madres para convencernos de lo buena que era la hora que ellas decidían para que los niños nos pusiéramos a dormir. Si los hombres mayores iban a enfrentarse a ellos con las escopetas debía ser listo y fiero el lobo que no habíamos visto sino muerto.
—A dormir que si tardáis viene el lobo y os come —era un argumento convincente, aunque viniera muchas veces en el año no dejábamos de creer en su cercanía a nuestra casa en las noches de invierno.
Aquellos lobos que, a falta de alimento, atacaban al ganado, especialmente a las ovejas, eran una amenaza que exageraban diariamente los pastores. Nuestra vida tenía muchos animales y el miedo sostenía al lobo dentro de ella.
—¡Cualquiera se metía con un lobo capaz de atacar al pueblo entero!
Al apagarse los candiles y meternos bajo aquellas mantas pesadas, buscando nuestros pies los cantos redondos calientes, se hacía el silencio y en él nuestra imaginación o la realidad hacían aullar al lobo. Nuestros padres rezaban monótonamente avemarías del rosario diario mientras nosotros intentábamos dormir sin sueño, presintiendo peligros inconcretos.
Cuantas veces los visillos, movidos por una leve ráfaga de aire, encogían nuestro cuerpo bajo las mantas en busca de refugio para nuestros miedos. El lobo era malo, muy malo, feroz, muy feroz hasta en los cuentos. Habían olvidado nuestros pueblos la loba romana amamantando a Rómulo y Remo. Pasarán muchos años para que las subvenciones apaguen los odios por los destrozos de un animal al que le faltaban bases de sustento.
Intentaba el niño dormir rápido para librarse del peligro.
Era el enemigo, nadie quería tener tratos con el lobo. Si con el frío faltaba comida en el monte acudían a los prados o se acercaban a las tenadas en busca de un descuido que les permitiera saciar su hambre. Los labradores vigilaban su poca riqueza como un tesoro imprescindible para la subsistencia.
No se lloraba en muchos días, quizá porque estaban todos ocupados en otras faenas y no nos hacían caso. No les preocupaba a los padres nuestro miedo porque nos querían duros y acostumbrados a vencer peligros. No pedíamos nosotros otro cuento o repetir la nana que algunos días nos cantaban. Pocos besos, pocas lágrimas.
Hoy al revivir el recuerdo del lobo ya no tengo miedo, pero no me acercaría a él por respeto. No era el lobo del cuento, aquel con el que Pedro asustaba a los vecinos que acabaron por no creerle y provocó la desgracia. Nosotros siempre supimos que eran reales porque un día imaginamos que aullaba y a la mañana siguiente vimos tres lobos muertos a la entrada de la casa de Desiderio, el alcalde.
Al día siguiente los chapiteles acompañaban nuestro camino a la escuela y la bufanda de lana resguardaba nuestras orejas de la helada. El frío de la mañana ahuyentaba los miedos esperando la primavera para salir en busca de nidos, de tesoros escondidos.
- Nunca vino el lobo, por eso estamos vivos.
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