domingo, 11 de octubre de 2020

                                             ADIOS AL PUEBLO 

Sube al borde del pilón para beber en el caño de la fuente ahora que no le molestan las ovejas ni las vacas. Tiene los pantalones cortos, sujetos con tirantes, unas zapatillas azules con agujeros en la tela y unas rodillas llenas de roña, de aquella roña que acompaña a los niños del pueblo que pasan el día jugando en la calle y no disponen de agua corriente en su casa. 

Aquel pilón es el centro del pueblo y los animales los mejores compañeros de juegos de Julián. Tiene 10 años y la pena en el cuerpo de tener que marchar para examinarse de ingreso y estudiar el bachillerato. Cuando se pusieron de acuerdo su padre, Secundino, y el maestro, don Santiago, le trasmitieron la tristeza y el miedo a no saber nada de esos sitios lejanos que él teme porque no conoce. 

No ha visto otro coche que una furgoneta que viene una vez a la semana para vender unos kilos de chicharros, un poco de bonito y cuatro latas de conservas a las señoras más pudientes del pueblo. Solamente se baña en agua templada, los sábados, en un balde que comparte por turno con sus tres hermanos. La luz apenas colorea los filamentos de las bombillas evitando el gasto en electrodomésticos que funcionen con electricidad. 

Al bajar del pilón coge su aro de metal lo engancha con la horquita y sale corriendo en busca de su amigo: 

—Hola, señora Petra, ¿puede salir Martiniano a jugar? —sabe que tiene trabajo con los animales al salir de la escuela. 

—Está acabando de dar de comer a los conejos, enseguida sale —es una mujer de pelo cano que, con el mandil doblado, barre la entrada de la casa. 

Cuando acaba salen disparados con sus aros en busca del arroyo para hacer su visita diaria al nido de colorines, su gran secreto. Primero Julián y después Martiniano apartarán con cuidado las hojas y contemplarán los tres huevos que prometen pájaros pronto. Es mayo y abunda la comida en el campo. Nadie más sabe de aquel nido y es uno de los lazos que hacen más fuerte su amistad cuando regresan hacia el pueblo con el mismo ritmo que al marchar. 

Martiniano también marchará al seminario de Salamanca, los padres quieren un futuro para sus hijos mejor que el que ofrecen estas tierras de pan y vino, tierras de secano condenadas al olvido. Los dos niños llegarán delante de la ermita, dejarán sus aros y sentados comentan sus temores: 

—Mi padre me ha dicho que tengo que ir a Zamora con mi tía. 

—A mí me ha dicho que mejor que vaya al seminario, que es una buena cosa estudiar para cura. 

—Yo estoy bien en la escuela con D. Santiago, no sé por qué nos hacen esto. No sé cómo será la ciudad, pero a mí me gusta más estar en el pueblo y jugar contigo. 

—A mí también, aunque eso de ser cura me gusta, mandan mucho y se enteran de todos los secretos de las personas en el confesionario. 

—Tenemos que hacer algo para no separarnos. He oído que juntando la sangre los amigos no se olvidan. Tengo un alfiler para pincharnos y juntar las nuestras. ¿Lo hacemos? 

—Vale —con miedo han pinchado sus dedos y juntando las yemas han mezclado su sangre creyendo que la vida no logrará separarlos por mucho que se empeñen sus padres. 

El verano pasará deprisa con las faenas del campo, los dos niños tendrán que ayudar en casa porque el trabajo se acumula. Los mayores a segar y ellos a atender los animales, hasta la escuela se ha quedado medio vacía, incluso Martiniano faltará hasta las vacaciones. Los labradores madrugando para acarrear, los niños a espigar, las tardes para la trilla y beldar. La paja al pajar y el grano al molino, días de agitación que necesitan hasta de los niños para sacar los días adelante. 

Ellos son conscientes de que tienen que marchar y roban algunos minutos al atardecer para rodar sus aros en silencio, para visitar los pajarillos que ya vuelan y mirar el secreto de su sangre en los ojos del otro con la tristeza infinita de tener la sensación de que el mundo de su niñez se derrumba. Sujetan sus lágrimas y aprietan a correr para huir de ellas. 

 

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