CANDELA
Un relato en el interior de las minas de carbón de Barruelo de Santullán.
Aquel mineral, hoy castigado, que movía máquinas y trenes.
El tema del relato estaba obligado... la mula.
Ha llegado paseando por la senda de la Pedrosa, es primavera y los pájaros acompañan el silencio de hayas, robles, sauces y tejos. Ya lleva a sus espaldas una vida cercana a los cincuenta años cargados de trabajo, oscuridad y miedos en el fondo de las minas cercanas y, cansada, deja que sus pasos se pierdan en el verde de los campos. Escucha cercano el sonido de las cascadas del Pozo de los Pilones y el fluir del agua abundante que provoca el deshielo de la primavera.
La llaman Candela. Su pelo moreno, sus ojos almendrados y su sensibilidad auditiva se giran con automatismo cuando escucha su nombre. Nació en Barruelo y desde pequeñita pisó los campos cercanos y escuchó el sonido de las aguas de río Rubagón cuando salía con su madre a pasear por los campos en primavera, era la estación que más le gustaba y en la que iba cumpliendo años feliz disfrutando del paraíso que la rodeaba.
Siendo aún muy joven tuvo que renunciar a aquella vida de placer y necesidades satisfechas y comenzar a trabajar en la mina, era el destino que tenían escrito hombres, mujeres y animales al nacer en un pueblo orgulloso de sus minas y de la riqueza que le proporcionaban.
“Mi vida en la mina no fue fácil, tenía miedo a la oscuridad y el trabajo era duro, muy duro. En casa se pusieron muy contentos porque me hicieron la ficha con todas mis cualidades, me imagino que para buscarme un sitio dónde rindiera mejor, mis medidas, mis años, mi pelo moreno, pero sobre todo un contrato muy ventajoso que hasta aseguraba que se preocuparían de mí si se producía algún accidente.”
En la mina el ruido de las vagonetas, del picador profundizando en la veta de carbón, del hacho entibando nuevos caminos y personas moviéndose con la lampara en la frente ahuyentando la oscuridad que no me gustaba, creaban un ambiente lleno de sombras que llamaban al respeto porque a veces llegaban explosiones inesperadas. Pasaban los días y los años, aprendí a moverme con soltura y a demostrar mi valía regalando mi fuerza a cambio de comodidades y comida abundante, pero el polvo iba invadiendo el territorio de mi cuerpo, lenta pero concienzudamente, al mismo tiempo que mi vista iba olvidando aquellos paseos llenos de luz por la senda de la Pedrosa, con mi madre, en completa libertad.
Tenía muchas compañeras y los mineros nos trataban con cariño procurando con inventos ya probados que no nos hiciéramos mal en el trabajo. Hubo uno que me golpeó sin venir a cuento porque quería que fuera más diligente y se la tengo guardada, algún día si le encuentro me las pagará bien pagadas, pero lo normal era un trato muy amable, un reflejo de la solidaridad entre todos los que bajábamos a extraer el carbón de las profundidades de la mina.
Yo era obediente, aprendí mi trabajo rutinario y soporté en silencio la carga de esfuerzo que me exigían por mi salario. Tantas horas allí abajo me enseñaron a percibir los peligros con una especie de sexto sentido, alguna vez el grisú pareció avisarme y decidí aguantar lejos como aviso a mis compañeros de que el enemigo andaba suelto. Algunos me creyeron, aunque pocas veces, pero no siempre me llamaban los gases antes de hacer dañó a mis compañeras y compañeros.
Me hice muy amiga de uno de los mineros porque siempre estaba pendiente de mí, me acariciaba y me animaba con su voz y sus canciones, sin recurrir nunca a golpearme como aquel mal nacido al que se la tengo jurada. Le llamaban el caballista, siempre estaba a mi lado y me ayudaba empujando las vagonetas si hacía falta.
Ya os han contado que me llaman Candela, ahora estoy casi ciega y llevo unos años alejada de la oscuridad y disfrutando de los paseos de primavera. Algunas veces vuelven a utilizarme para trabajos más suaves pero la cercanía de mis cincuenta años muy castigados hace que no me exijan demasiado. Mi contrato llevó mucho dinero a casa de mi dueño, aunque tengo la pena de no haberme quedado preñada y tener una heredera, pero contaban en la mina que nosotras teníamos un problema con los cromosomas y que eran muy improbable que quedáramos embarazadas.
—Maldito sea el que mezcló los cromosomas de forma inadecuada...
En el pueblo Aurelio ojea pensativo el periódico, de vez en cuando levanta la vista para contemplar el cielo azul de la misma primavera, pero sus ojos tristes miran con nostalgia el bar vacío que en tiempos pasados se llenaba, barra y mesas, de mineros en corros o con sus familias.
Barruelo se ha quedado vacío, le queda mirar a sus montañas, a sus paseos junto al río, a la maravillosa naturaleza que siempre ha convivido con el carbón y que ahora le toca despertar para que quienes visiten el pueblo, recordando las minas, puedan quedarse prendados, como él, de la naturaleza, de la luz y del verde intenso de sus primaveras bien regadas por el Rubagón.
Supero Aurelio los ochenta años acompañado de aquella tos persistente que el polvo del carbón dejo como recuerdo en sus dañados pulmones. Ha visto tantas despedidas que la suya ya la tiene de memoria sabida, la espera con la compañía del recuerdo de su mujer, de sus hijos que marcharon a la ciudad y de Candela aquella compañera con la que compartió miles de días en la mina.
Siendo un guaje, recién ingresado en la mina, fue aprendiz de picador, pero le faltó valor para acabar de aprender los secretos de las vetas de carbón y acostumbrarse al polvo y a los gases, silenciosos enemigos que transitaban por aquellas ciudades subterráneas de largos túneles del fondo de la mina. Esquinas, recodos, postes amenazantes, oscuridad profanada por lámparas indigentes que dejaban el miedo arrinconado.
Necesitaba movimiento, soñar que en cada viaje salía de la mina, sentir como la tierra entregaba en aquellas vagonetas cargadas del negro carbón un tributo al trabajo de los cientos de mineros que buscaban la recompensa a su esfuerzo. Palpaba cada mañana en la jaula, al descender a las profundidades, el silencio, el intento de cada uno de alejar pensamientos siniestros y preparar su cuerpo para cobrar el premio y sonreír cuando las horas les devuelvan a disfrutar de la luz del día.
“Yo siempre tuve la compañía de Candela, ella era mi mula, mi amiga, mi media vida. Me escuchaba siempre y yo acariciaba su cuerpo para hacer camino en las vías que iban entregando los tesoros de la tierra a la superficie para calentar hogares o hacer silbar los trenes entre las ciudades. Era una relación complicada en la oscuridad, trabajando duro, empujando por vías estrechas machaconamente las vagonetas, siempre las mismas, siempre moviéndose con Candela al frente.
Cuidaba su cuerpo y su aparejo cada mañana y cada despedida. Era un tesoro mi mula que exigía mis cuidados que eran muy considerados por los patronos porque aquellos animales, su fuerza y su tesón, eran esenciales para que el productivo negocio les saliera rentable. A veces abriendo camino en la oscuridad con mi lámpara en los múltiples túneles habitados por railes y otras ayudando a superar obstáculos aunando esfuerzos con Candela, siempre rodeado de la oscuridad, de la humedad, del polvo, de los ruidos amenazantes, unidos a la carga soñando con la superficie que ella nunca alcanzaba.
Utilizaba con ella palabras malsonantes y gritos que no sé si escuchaba, eran parte de un trabajo que se conjugaba con las caricias después de pruebas superadas o cuando acababa la jornada e intentábamos recuperar nuestros cuerpos sucios y doloridos con el cepillo y con el agua. Hablaba más con ella que en mi casa, fue mi confidente de los primeros amores y testigo de noviazgos, matrimonio e hijos viniendo al mundo. Candela siempre escuchaba y guardaba mis secretos en la profundidad de la mina donde la oscuridad era testigo de nuestras alegrías y de nuestras desgracias.
A ella, como a mí, nos daba miedo la oscuridad, no nos gustaba respirar polvo y soñábamos con la luz, temíamos las explosiones que nunca nos atraparon pero que dejaron compañeros enterrados cuando aún soñaban, jóvenes, con disfrutan de la vida que caminaba deprisa, atropellada, en la superficie de una ciudad rica y llena de atractivos para quienes sabían valorar el ver anochecer cada día.
Ahora, los dos al final del camino, no podemos olvidarnos. La acompaño, los días de sol, a pasear junto al río y sigue siendo mi confidente. Ahora le cuento cosas de mis nietos y de las ciudades dónde viven mis hijos, de mis dolores y de lo bonito que ha sido continuar a la luz de los campos verdes disfrutando de su compañía. Ella me cuenta que yo siempre seré su caballista y yo acaricio su lomo y no puedo evitar pronunciar en silencio lo que ella trasmite trotando a mi lado:
—Yo también te quiero...
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