martes, 5 de noviembre de 2013

HE PERDIDO EL TIEMPO CONTEMPLANDO EL ATARDECER
Era bonito y barato pero me han dicho que está pasado de moda.
Alguien ha pensado, viéndome quieto mirando al cielo, que podía ser un potencial terrorista maquinando perfidias.
Otros me miraban con pena porque no tenía prisa y, por tanto, era viejo y jubilado.
                       
                                      
  
            En la terraza, sentado, contemplando el atardecer de una tarde de otoño. El sol, oculto, pinta de colores el firmamento, un azul intenso sirve de fondo a una mezcla de nubes blancas y grises. Una brisa suave balancea las ramas jóvenes de los árboles aún cargados del verde de la primavera. En primer plano los bloques de pisos, las antenas, las luces en sus ventanas anunciando televisiones encendidas.
            Calma y silencio. Nubes descansando del movimiento del viento que ayer las agitaba. Una luz tenue que va iluminando cada vez más débilmente el cielo donde el azul parece despedir el día al perder su fuerza. Calma y silencio. Las nubes quietas dejándose colorear por un sol que se aleja cansino y lento. En una nube blanca he creído ver un delfín navegando en el aire que se va transformando en un león, en una madre acariciando a un niño, en una pareja con las manos unidas para finalmente hilvanarse todas las figuras en el gris que anuncia la lluvia.
            Calma y silencio. Una sensación de bienestar reposa en la claridad que despide el sol moribundo. No quiere la noche invadir los sueños del atardecer, parece esperar paciente a que cualquiera pueda percibir la paz del tiempo suspendido en una luz que parece rebelarse contra la rutina de dejar llegar la oscuridad. El reloj de la iglesia, con sus horas repetidas, las de cada día, interrumpe la tarde e introduce el tiempo de las horas en la tarde de otoño. Cuando menos necesitaba sus campanas me obliga a mirar a las ventanas, a las personas doblando ropa, tendiendo sábanas, mirando la televisión o trajinando la cena, solamente yo contemplaba esa puesta de sol urbana.
            Roto el silencio y la calma he bajado a pasear, una obligación que tenía olvidada en mis sueños. Coches, padres con niños corriendo, policías, sirenas, bicicletas, prisas, ruido, todos ajenos a aquel horizonte donde languidece lentamente el día.
            Al volver a casa se perciben las nubes blancas, en calma, pero la luz que alumbraba el atardecer ha desaparecido y solamente queda el resplandor de las farolas que muestra las antenas de los tejados como esqueléticos fantasmas que han acabado por dominar la ciudad y vigilan el discurrir del tiempo.
            Las estrellas lejanas, la luna escondida, suenan nuevamente, repetidas, las puñeteras campanas que interrumpieron mi sueño, en las ventanas siguen moviéndose convulsivamente sus habitantes, van a ser las nueve y el fútbol invita a encender ese cambio de luces que nos hará olvidar muchos días disfrutar del fin del día.
            Estoy lejos del aquellos mares románticos, la luna ha decidido esperar para dejar marchar lentamente las horas del día, he tenido la sensación de poder vivir un momento muy agradable y tierno en una terraza estrecha y vulgar, intensamente, sin entregarle dinero a esta sociedad consumista para conseguir sentirme bien. No sé si los niños, que corren de actividad en actividad, aprenderán a detener el tiempo en el atardecer sin juegos ni móviles. Quizá sean historias de tiempos viejos que ignoran hoy se vive para correr, consumir, ver la televisión y madrugar para ganar dinero que nos permita comprar muchas cosas y no para perder el tiempo contemplando la luz del atardecer que se apaga.
            Prometo no contemplar el atardecer mañana para que no se enfade esta sociedad acelerada con mis viejas costumbres de perder el tiempo amasando entre recuerdos los sueños.

            

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