HE PERDIDO EL TIEMPO
CONTEMPLANDO EL ATARDECER
Era bonito y barato pero me han dicho que está pasado de
moda.
Alguien ha pensado, viéndome quieto mirando al cielo, que
podía ser un potencial terrorista maquinando perfidias.
Otros me miraban con pena porque no tenía prisa y, por tanto,
era viejo y jubilado.
En
la terraza, sentado, contemplando el atardecer de una tarde de otoño. El sol,
oculto, pinta de colores el firmamento, un azul intenso sirve de fondo a una
mezcla de nubes blancas y grises. Una brisa suave balancea las ramas jóvenes de
los árboles aún cargados del verde de la primavera. En primer plano los bloques
de pisos, las antenas, las luces en sus ventanas anunciando televisiones
encendidas.
Calma
y silencio. Nubes descansando del movimiento del viento que ayer las agitaba.
Una luz tenue que va iluminando cada vez más débilmente el cielo donde el azul
parece despedir el día al perder su fuerza. Calma y silencio. Las nubes quietas
dejándose colorear por un sol que se aleja cansino y lento. En una nube blanca
he creído ver un delfín navegando en el aire que se va transformando en un león,
en una madre acariciando a un niño, en una pareja con las manos unidas para
finalmente hilvanarse todas las figuras en el gris que anuncia la lluvia.
Calma
y silencio. Una sensación de bienestar reposa en la claridad que despide el sol
moribundo. No quiere la noche invadir los sueños del atardecer, parece esperar
paciente a que cualquiera pueda percibir la paz del tiempo suspendido en una
luz que parece rebelarse contra la rutina de dejar llegar la oscuridad. El
reloj de la iglesia, con sus horas repetidas, las de cada día, interrumpe la tarde
e introduce el tiempo de las horas en la tarde de otoño. Cuando menos
necesitaba sus campanas me obliga a mirar a las ventanas, a las personas
doblando ropa, tendiendo sábanas, mirando la televisión o trajinando la cena,
solamente yo contemplaba esa puesta de sol urbana.
Roto
el silencio y la calma he bajado a pasear, una obligación que tenía olvidada en
mis sueños. Coches, padres con niños corriendo, policías, sirenas, bicicletas,
prisas, ruido, todos ajenos a aquel horizonte donde languidece lentamente el día.
Al
volver a casa se perciben las nubes blancas, en calma, pero la luz que
alumbraba el atardecer ha desaparecido y solamente queda el resplandor de las
farolas que muestra las antenas de los tejados como esqueléticos fantasmas que
han acabado por dominar la ciudad y vigilan el discurrir del tiempo.
Las
estrellas lejanas, la luna escondida, suenan nuevamente, repetidas, las
puñeteras campanas que interrumpieron mi sueño, en las ventanas siguen moviéndose
convulsivamente sus habitantes, van a ser las nueve y el fútbol invita a encender
ese cambio de luces que nos hará olvidar muchos días disfrutar del fin del día.
Estoy
lejos del aquellos mares románticos, la luna ha decidido esperar para dejar
marchar lentamente las horas del día, he tenido la sensación de poder vivir un
momento muy agradable y tierno en una terraza estrecha y vulgar, intensamente,
sin entregarle dinero a esta sociedad consumista para conseguir sentirme bien.
No sé si los niños, que corren de actividad en actividad, aprenderán a detener
el tiempo en el atardecer sin juegos ni móviles. Quizá sean historias de tiempos
viejos que ignoran hoy se vive para correr, consumir, ver la televisión y
madrugar para ganar dinero que nos permita comprar muchas cosas y no para perder
el tiempo contemplando la luz del atardecer que se apaga.
Prometo
no contemplar el atardecer mañana para que no se enfade esta sociedad acelerada
con mis viejas costumbres de perder el tiempo amasando entre recuerdos los
sueños.
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