jueves, 19 de diciembre de 2013

VIVÍAMOS EN LA CALLE, CON POCOS BESOS
Aquellas infancias no las recordamos con tristeza, debe ser el tiempo que borra los sinsabores.
Quizá nos hizo fuertes para llegar al bienestar aunque ahora nos cueste regresar a las privaciones de la crisis.

                                    
             
            Al despertar no tardábamos en vestirnos porque el frío podía congelarnos, desayunábamos leche de vaca con nata, de nuestra vaca Tasuga, y dos o tres galletas María, muchos días transitábamos por caminos de nieve, que los padres y las madres habían construido con sus palas, hasta llegar a la escuela. Todos los niños y niñas del pueblo en la misma clase para un solo maestro, ayudábamos a encender una estufa de carbón que producía mucho humo y poco calor y olvidábamos quitarnos el jersey de lana porque no sobraba su abrigo.
            El patio era la calle y lo más redondo qué veíamos era una pequeña pelota maciza que regalaban con los zapatos del Gorila. El material escolar un mapa de España, la enciclopedia, la pizarra, la tiza y una pizarra pequeña individual con borrador y pizarrín. Ahhh… y la vara con la que se premiaban las desviaciones de conducta o interés, de forma inversamente proporcional al buen humor del profesor.
            Nadie preguntaba que queríamos comer porque todos los días era lo mismo: cocido. Se acababa cuanto te ponían en el plato, sabíamos que si no se presentaría como plato único en la cena, era mejor consumirlo calentito. No se recuerda otro entretenimiento en la espera que la pizarra y hacer rabiar a los hermanos.
            Al salir por la tarde de la escuela, normalmente con sabor a vara, un trozo de pan con vino y azúcar o un chocolate de tierra duro de roer. La calle era el comedor y las paredes de la iglesia y las carreras el refugio contra el frío. Al anochecer a casa, con el candil encendido y una bombilla que solamente dejaba ver sus filamentos, para refugiarnos en el calor de la cocina. Huevo frito de nuestras gallinas y leche de la Tasuga. La cama nos esperaba con unos cantos rodados, calientes, que aliviaban el frío que habitaba todas las estancias ajenas a la cocina. No había ganas de ir a la cuadra a mear si habías olvidado cumplir con tus necesidades y el orinal era un ambientador de la estancia si tal cosa sucediera.
            En verano mucha más calle, muchos trabajos de ayudar en casa, la era, el escondite, la rayuela, la comba, los fantasmas, el arroyo, las moras. Espigar, sacar a las vacas, cuidar a los hermanos, hacer los deberes en soledad, limpiar la cuadra, recoger los huevos, dar de comer al cerdo… era mejor aparecer tarde, aunque la zapatilla de tu madre le recordara a tu culo que podían juntarse.
            Los mayores vivían en su mundo, mirando al cielo, trabajando de sol a sol y mirando las estrellas o charlando con las vecinas en aquellas sillas bajitas que quitaban las ganas de levantarse. No tenían prisa aunque andaban muy ocupados, no se retrasaba el tren ni el coche de línea porque estábamos lejos de sus rutas. Al apagar el candil los grillos amenizaban el silencio. Si les dábamos un beso de buenas noches no nos hacían desprecio.
            Aquellos niños tenían sus ventajas: se bañaban una vez a la semana, pasaban las horas en la calle, tenían mascotas por todo el pueblo y podían hacer perrerías a cuantos animales inferiores, como renacuajos, murciélagos, moscas o pajarillos, encontraban en su camino. Vivíamos en nuestro mundo que se rozaba muy poco con el de nuestros padres a pesar de ser un pueblo pequeño. No sufríamos de muchos pecados porque tampoco había un cura para recordarlos. No había que ir de vacaciones al pueblo poruqe vivíamos en él...
            ¿Cómo podemos tener recuerdos bonitos de aquella infancia? ¿Acaso tantos problemas, obligaciones y olvidos no lograron dañar seriamente nuestra autoestima y frustrarnos para siempre?

            Lo recordamos con agrado, creemos que fuimos felices. Quizá haga más daño tenerlo todo y estar constantemente mimados…

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