A PESAR DE TODO...
Tengo sesenta años, el pelo blanco, un cuerpo ágil sin kilos sobrantes y he trabajado toda mi existencia cuidando vidas ajenas. Vivo en el tercer piso de uno de esos bloques de cinco alturas, de balcones estrechos y metros escasos para los siete habitantes que subían las escaleras varias veces al día. Un barrio uniforme donde no pensaron en parques ni en zonas verdes porque eran tiempos de ladrillo barato y negocios fáciles.
Mi marido no se atreve a salir a la calle por el bicho ese que se lleva a los abuelos por delante y no parece dispuesto a adaptarse a las mascarillas y encontrarse con personas que se creen inmunes a este desconocido que pasa días escondido en las personas sin decir que habita en ellas y trasmite su peligro con eficacia a quienes comparten espacios.
Yo mantengo parte de mi trabajo, dos casas con abuelos solitarios que no pueden prescindir de mis servicios. Cojo el metro cada día en Aluche, hago mi trasbordo en la Casa de Campo procurando distanciarme y respirar mis prisas dentro de la mascarilla mirando desde el metro el paisaje verde que escasea en mi barrio y cruzo la plaza de España sin saludar ni al caballero de la mano alzada ni al señor de borriquillo que parecen pobre escolta para ese hombre de la estatua, al que llaman Cervantes.
Tengo miedo de saludar al virus y pegárselo a mi gente o a mis abuelos. Limpio, cocino, cambio de casa, mezclo encuentros, en mis traslados, con mascarillas de colores y con caras a boca descubierta. Procuro sortear las distancias porque mi marido se asusta cuando vuelvo a casa y no querría ser portadora de un confinamiento que mermaría nuestros ingresos y podría llevarse la vida de alguno de mis míos. Seguimos siendo siete en casa porque no a todos mis hijos les ha sonreído la fortuna y acuden a sobrevivir en nuestro piso con la pensión de mi marido y los trapicheos que vamos haciendo.
Los niños sin colegio se esconden en los móviles y mi hija no encuentra la manera de encauzar sus horarios viéndoles todo el día hablando con sus amigos en las redes sociales. Mi marido quiere que estudien, pero solo consigue que la tensión aumente y que los gritos acaben rompiendo el silencio de la calle. Quieren salir para ver a sus colegas y respetan poco el miedo del patriarca, escapan en cuanto alguien se despista y vuelven cuando el sol ya ha dicho adiós a la tarde. Ellos no necesitan mascarilla para jugar a la pelota o saltar la valla de los columpios, parece que alguien les ha vendido que solamente los abuelos se ponen malos y como se quedan en casa están a salvo.
Yo espero la factura del agua porque nunca nos habíamos lavado tantas veces las manos, al llegar a casa desinfecto las compras, la mascarilla, los zapatos y tengo cuidado de no acercarme a mi marido en un buen rato. Entre el gel, la lejía, la tela de mascarillas y limpiar los muebles y fregar el piso mucho más a menudo no me queda tiempo para saludar al sofá y acabo rendida por la noche en la cama sin darme tiempo a pensar para no hacer sitio a las pesadillas.
Están siendo meses de agobio, todo prisas, en los que hasta los días parecen huir rápidos sin dejar descansar en sus brazos a la monotonía de una puesta de sol o de una frase a la luna llena desde mi pequeño balcón dónde dejaba llegar el aire cuando todos dormían o miraban sus móviles o la televisión. Es duro comenzar a acercarse a la muerte cuando nunca la había sentido cerca, aunque voy acostumbrándome a no pensar mucho porque jamás nadie me robará el optimismo y el orgullo de mi vida entregada a hacer felices a los míos.
Mi marido que ahora sale muy poco, y bien defendido, tiene ganas de hablar y acaba revolviéndome las entrañas con las noticias trágicas y contradictorias que va coleccionando delante del televisor. Se ha quedado sin el paseo de la mañana, sin su partida al mus o al dominó, sin cañas con tapa y sin la cercanía de los amigos que habían llenado su jubilación de algo parecido al paraíso pues aún no había caído en la tentación de inspeccionar las obras de los pisos y jardines del barrio.
Sus nietos no aguantan que quiera meterse en sus vidas y sus hijos soportan su presencia porque soluciona una parte de sus muchos problemas y viven en su casa. Tiene mucho miedo a que le contagien el Corona, como él lo llama pues es republicano, y no haya sitio para él, que ya paso de los 70, en esas UCIs que cuentan en la televisión que están saturadas y que dejan morir en casa, sin respiradores, a los enfermos con complicaciones de salud y él tiene una cuantas que ha ido alimentando toda la vida con el alcohol y el tabaco.
Al despertar cada mañana ya me espera el desayuno de los otros, dejar comida preparada y arreglarme para volver a transitar por ese Madrid que mi marido pinta lleno de múltiples peligros que han acabado por hacerme sentir miedo y convivir con la prudencia. Unos, ocultos tras las mascarillas, apenas saludan a los conocidos y otros, sobrados de salud, andan poco preocupados de evitar contribuir a propagar al Covid 19. El mundo tiene poca pinta de cambiar, no creo que los seres humanos estén a estas alturas con ganas de perder sus privilegios y hacer que los de abajo tengamos una vida más llevadera.
Mira que mi vida es dura, pero me he acostumbrado a esconder la tristeza soñando para mis hijos un mundo mejor y llevo unos días pensando que tengo pocas oportunidades de haber hecho una inversión acertada. Al mirar a mis nietos pienso que se han acostumbrado a vivir sin sobresaltos, teniendo muchos deseos cumplidos antes de expresarlos y que están poco preparados para soportar las obligaciones que impone esta sociedad injusta. Los trabajadores seguiremos doblando el espinazo para sobrevivir y el corona, que dice mi marido, no parece traer otra cosa que más de lo mismo.
Ahora llega el verano, el calor llamando al ventilador, seguiré viajando a la plaza de Cervantes en un metro fresquito y con unas casas más agradables que la mía donde me siento un poco culpable de no poder hacer que disfruten los míos igual. Los nietos ya tienen libertad para salir con sus amigos sin que nadie les diga nada porque no sé qué fase ha pasado y todos están libres para hacer que funcione el trabajo y se llenen tiendas y plazas. Este año no iremos al pueblo, Extremadura está muy lejos y nuestros ahorros cortos, y la playa hace mucho tiempo que olvidamos de qué color es el mar. Agobiados por el calor esperamos sonreír al otoño sin sobresaltos porque, a pesar de todo, el bicho no nos ha visitado y tenemos que estar contentos de seguir viviendo.
Yo seguiré con mi trabajo sin vacaciones, y contenta de seguir igual, y mi marido espero que con el calor se atreva a ponerse la mascarilla de tela que le he cosido y se acerque al bar para tomarse unas cañas con los amigos, echar la partida y ahuyentar el miedo y el mal humor que enturbia la convivencia del piso, oscuro y pequeño, que necesita respirar. No sueño con milagros, sabemos que los ricos cada día serán más ricos y que los trabajadores no tenemos un futuro mejor que el del pasado y los jubilados de las pensiones mínimas seguiremos buscando llegar a fin de mes cuando no podamos trapichear cuidando ancianos sin cotizar a la seguridad social.
Mi balcón tiene vista a otros pisos, pequeños y sombríos, pero también a las estrellas. Algunos de mis hijos irán de vacaciones, muchos de mis nietos estudiarán en la universidad, espero que todos podamos sobrevivir a la pandemia y que, al menos, las cosas no empeoren cuando se aleje el bicho con las vacunas. Estoy casada del día a día, necesitaba un día libre para alejar a la muerte, a las prisas, al gordo del borriquillo y releer con cuidado estas líneas para recordarme que existe el futuro y que puede venir cargado de alegrías junto a la dureza de mi vida.
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