AQUELLA UNIVERSIDAD
Era tarde para elegir nuevo país y pronto para arruinar la esperanza. Unos jóvenes, reunidos en el primer piso del café Comercial de la Glorieta de Bilbao de Madrid, viven sus veintitantos años con miedo, con más miedo que ilusión. Escuchan, sentados en sillas de tijera inestables, en torno a una mesa de madera mal acabada, un capítulo del libro El laberinto español, del Ruedo Ibérico.
Son las diez de la mañana de un sábado de diciembre. Ellos son nueve, posiblemente menos que los grises invisibles dentro del jeep aparcado justo delante del café. Son universitarios que han recorrido medio Madrid para escuchar la lectura de aquel libro prohibido y comentarlo, sabiendo además que, en aquel 1972, es más peligroso estar allí que en cualquier otra parte de la ciudad. Entre todos destaca Miguel, un maño que estudia Ciencias Políticas, lector expresivo, escondido tras una barba descuidada y unas gafas de culo de vaso. Sus pausas dejan a los estudiantes, muchas veces, sin respiración:
—… su única arma sería la huelga, general y violenta.
—El anarquismo proclama más clara e inteligentemente que cualquier otro movimiento ibérico la resistencia del pueblo español contra la tiranía…
Si el frío les dejase lugar se sentiría el vuelo de las moscas. Aquel libro, que Miguel ha conseguido por mediación de un amigo de París, marchará con él cuando acabe la mañana. Algunos de los reunidos son comunistas, otros anarquistas, dos trabajan al mismo tiempo que estudian y todos tienen en común la experiencia de la dictadura, que ha castigado la vida de la mayoría, y el sueño de la libertad. Está toda la sociedad vigilada y controlada a través de aquellos grises visibles y de multitud de confidentes, invisibles, más peligrosos aún que la represora policía franquista.
Opiniones, en voz baja, sobre la forma de acabar con el poder que oprime sus vidas, miradas discretas por la ventana para vigilar al vigilante y silencios densos cuando el camarero, con camisa blanca, pantalón negro y pajarita, se acerca.
Al salir, siempre solos o en parejas, pasan bajo la mirada de los grises. Se saben vencedores de una pequeña batalla al perderlos de vista, en silencio van guardando en su memoria alguna de las frases de Brenan o los versos de León Felipe con los que han terminado la reunión.
“Franco…el sapo iscariote y ladrón en la silla de juez repartiendo castigos y premios”
Ellos no saben que son frases nada tendenciosas, les han hecho creer que el diablo y la masonería inspira estos panfletos para conducir al infierno a quienes aún crean en él. Todos acabarán pasando por un coche abandonado para recoger unas octavillas que protestan contra un Consejo de Guerra que se celebrará en Zaragoza, contra unos estudiantes que protestaron ante el Consulado Francés. No existe la palabra garantía para quienes se enfrentan al pensamiento único excluyente en tribunales militares.
Aquellas octavillas le queman en la mochila a Juan, sabe, que, si le paran y le registran, no le libra nadie de la cárcel y de la tortura, intentando que “cante” cuánto sabe de sus compañeros. Tiene miedo, le faltan ojos para mirar si alguien le ve, si alguien le sigue, si aquel que viene de frente es policía secreta. Ha llegado desde Córdoba para estudiar y no ha olvidado la angustia que se respira en su casa, hijo de jornalero con ideas anarquistas.
—Podría ser ya lunes para ver los papeles en el suelo del hall de la facultad —no le gusta la cárcel ni para visitarla, aunque acostumbra a ir cada semana porque van cayendo periódicamente sus amigos.
Juan llega a Cuatro Caminos, dejando al Manolo de la resistencia en el olvido, para comer en La Milagrosa y al salir decide entrar en un cine de sesión continua pagando 7 pesetas que le duelen en el alma porque no va sobrado de dinero. Juan recorrerá todo Madrid, metro y camioneta, para llegar a su casa cuando el día ya no tiene tiempo, la luna duerme y el amanecer tiene unas horas por delante. Tiempo de reposo, de recuerdos, de suspiros, de guardar las octavillas, en espera del lunes, para participar en la convocatoria a la huelga a todas las facultades.
Las octavillas vuelan en el hall de cada Facultad y queda convocada la manifestación para hoy martes a las doce. Crecen los grupos en el amplio paseo, frente a la Facultad de Medicina. A las doce y cuarto miles de estudiantes se encuentran reunidos y comienzan los gritos:
—¡Amnistía, libertad! ¡Amnistía, libertad!
Las tanquetas están en lugar retirado, pero visibles. Los grises, a caballo, se dirigen a la concentración de estudiantes, en perfecta formación. Algunos comienzan las carreras de huida, azuzados por el pánico, los más mantienen los gritos y alguna piedra aislada es la disculpa para la carga repentina. Las porras se elevan sobre sus cabezas, los cascos se cierran sobre los rostros de la policía, los jeeps hacen visibles a más grises con armas de fuego y los caballos, espoleados, cabalgan hacia la manifestación. Golpes ciegos de porra, pisotones inconscientes de quienes se reconocen animales, insultos, más golpes y, finalmente, disparos. Los gritos desaparecen, las carreras son una desbandada, los grises golpean con sus porras a los estudiantes por la espalda y disparan balas de goma y botes de humo, unas al cielo, otras más bajas. El miedo, cuando giran la mirada, se refleja en el gesto de impotencia ante semejante carga. Cuatro insultos, unas cuantas piedras, dos consignas y la violencia incontrolada y sin medida. Quieren castigo, buscan culpables en la nada, necesitan enseñar su fuerza para esconder su debilidad.
Uno de aquellos caballos se acerca y una porra golpea la espalda de Juan que cae al suelo llevándose las manos a la parte posterior de la cabeza; el caballo se revuelve y el jinete se agacha para golpear sobre el bulto con saña.
Unos puntos mal curados destacan en un rostro hinchado y deformado. Ha pasado una semana y ya es preventivo político en Carabanchel. El Tribunal de Orden Público le condenará a cuatro años y si todo va muy bien podrá pisar el exterior en seis meses. Eternidad en aquel laberinto de dolor, resentimiento y odio. No tiene edad Juan para soportar la soledad de la injusticia y las visitas de los compañeros quedarán como el lazo que anuda los sueños con la necesidad de la venganza.
Ardua tarea tachar los días del calendario cuando no sabes cuantos faltan. Dependes de un indulto, del humor de un carcelero o, soñar se puede, del fin de la dictadura, demasiado poderosa cuando se observa desde detrás de las rejas. Lentos los atardeceres y eternas las noches, lejos los sueños, vencidos por la violencia carcelera.
En el 2019 Juan no ha olvidado el miedo, tampoco la cárcel. Ha abandonado el deseo de venganza, si entonces soñaba ahora le cuesta levantar la vista de su existencia diaria. Casi todos ignoran que tuvo suerte, que muchos murieron por menos y a casi todos les faltó un espacio para recordar la vida que unos asesinos, en nombre de la paz y el orden, les robaron.
No es buena compañera la esperanza del olvido.
Exacto,fantástico el relato,el recuerdo y la realidad de final franquista que nos tocó vivir en aquella universidad tan denostada. Ese 1972 me pilló a mi en Paris, viviendo cerca de esa editorial Ruedo Ibérico,pasando la aduana con el libro "El Opus dei o la santa Mafia"del cubano G.Cabrera Infante (libro cosido en el doble forro del pantalón de campana): si la policía me hubiera soplado,del miedo me habría caido. Gracias Elías, por este recuerdo a mi memoria./santiago c
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