CUANDO
FRANCO SE MORÍA
Decían
que ya había muchas libertades en España.
Pero
seguía existiendo una dictadura difícil de desterrar.
Recuerdo
momentos del día a día de aquellos primeros años 70.
Evidentemente iba a la universidad
en camioneta y autobús y cuando hablaba con alguien de temas políticos miraba a
todos los lados por si había oídos no deseados. Al llegar a la facultad había
grises (policías uniformados) y “sociales”, personajes como Billy el Niño,
mucho más peligrosos, a los que enseñabas el carnet. El bar era el lugar donde
se preparaban las movidas, se contaban novedades, se soñaba un futuro mejor,
todo en voz baja.
Una asamblea suponía un
enfrentamiento con los profesores (que amenazaban con el suspenso eterno) y la
presencia de los citados grises que no tenían inconveniente en disparar pelotas
de goma o tiros de verdad en el interior de la facultad. Si se organizaba una
manifestación en el Paraninfo acudía con sus caballos y sus furgones para
golpear con sus porras, a la primera piedra, hasta cansarse. Un brazo levantado
para defenderse podía significar acusación de agresión a la autoridad y visitar
Carabanchel por unos meses después de ser debidamente interrogado con sumo “cariño”
(ellos eran testigos “fiables” siempre).
Había un canal de televisión único
que no ocultaba su amor al dictador y hacía cuanto podía para que todas las
noticias contribuyeran a su mayor gloria y la prensa estaba sumisa o
atemorizada (se cerraban periódicos con modélica periodicidad), solamente a la
Codorniz le dejaban hacernos creer que la crítica era posible.
Los libros políticamente
interesantes estaban prohibidos y recuerdo que nos juntábamos los sábados por
la mañana en el Comercial, en la glorieta de Bilbao de Madrid, para escuchar
fragmentos de poesías que llamaban por su nombre a Franco, y análisis de la
política española desde la izquierda. Aún recuerdo El Laberinto español y el
furgón de la policía en la calle intimidando a los “delincuentes” que
conspiraban escuchando opiniones.
Por repartir propaganda te podían
caer seis meses de cárcel y si eras el que tenía la multicopista para
imprimirla podía subir a seis años, con la bienvenida “cariñosa” y el
interrogatorio “amable” que precedía a juicios vistos para sentencia antes de
convocarse y dónde la palabra del policía era palabra de aquel dios que
protegía al dictador y su corte.
El miedo, siempre el miedo. Si
detenían a un amigo mejor que tu nombre no estuviera en su agenda y la
posibilidad de que dijera algo ante su “caricias” te trasmitía unas enormes
ganas de dormir fuera de casa hasta que pasara el achuchón. El miedo, siempre
el miedo y reuniones secretas en barrios apartados esperando no ser tan
importantes como para ser detenidos. Eran los últimos años del franquismo y
decían que había apertura a Europa y unas libertades peligrosas para el
sistema.
Nunca he aplaudido la Constitución
del 78, pero aquel ejército y aquella policía daba mucho miedo y muchos
políticos (casi todos) decidieron que mejor tres cuartos que el litro entero.
Es hora de que, cuando todo se calme, sean revisadas la leyes surgidas del
pánico a que se repitieran los cientos de miles de muertos y los ajustes de
cuentas de las postguerra. Hablar o manifestarse contra el franquismo era extremadamente
peligroso, la censura implacable y la moral sumisa el lema de la jerarquía
católica que acompañaba, bajo palio, a un asesino implacable que había robado
la República y la democracia a los españoles.
Algunos van intentando recuperar
alguna de las costumbres del aquel general pero estamos lejos de volver a
respirar el miedo que suponía hablar, reunirse, manifestarse o repartir
propaganda en aquellos últimos años de la dictadura.
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