martes, 18 de enero de 2022

 Recuperando recuerdos... 

LLUVIA DE OTOÑO 

Era tarde para amanecer y pronto para hacer el aperitivo. El suelo estaba cubierto de hojas marrones aún húmedas de la noche fría. Salió a caminar como cada día porque el mundo decía que era bueno hacer ejercicio y quería seguir viviendo después de los sesenta. Su chándal de pantalón negro y chaqueta blanca, de marca, y unas zapatillas cómodas, de tanto usarlas, fue el equipaje visible que tomó por compañía. 

 

El cielo estaba cubierto con nubes grises, pero no percibió ninguna cargada con la amenaza del agua. No era un entendido en el tiempo, solamente caminaba deprisa cada día porque le habían convencido de que era más sano estar delgado y en buena forma. Su barba fue acumulando humedad y sus manos buscaron el refugio de unos bolsillos tibios, había poca gente en la calle para ser sábado y las tiendas esperaban a los clientes con la esperanza de no ser olvidadas. 

Cuando llegó al centro de la ciudad el aire ya hablaba de lluvia y su mirada sí observaba ahora nubes cargadas con la intención de mojar cuanto encontraran. Fueron primero unas gotas a las que acogió en su pelo con satisfacción y siguió caminando, más deprisa, para cumplir el guión de un día sin trabajo. Adelantó a dos personas que llevaban paraguas y las miró, soberbio, enseñando su cuerpo enfrentado al tiempo. 

La lluvia comenzó a caer con fuerza y el chándal de algodón fue empapándose hasta sentir la humedad en los hombros. Supero, con su paso rápido, a varias personas, pero ninguna le ofreció compartir su paraguas. El tampoco lamentó que los demás ignoraran su necesidad de protección, solamente le molestó que un señor le perdonara la vida con aquella mirada crítica envuelta en la elocuencia de un silencio. Si no cogió el paraguas era culpa suya, todos estaban de acuerdo que no era de personas educadas compartir con quien no fue precavido al organizar su mañana. Más bien sonaría a ofensa o a cábalas de personas acostumbradas a la soledad bajo la tela oscura que les protegía. 

Una pareja joven y nueva se acurrucó bajo las horquillas aprovechando para romper la llamada al encuentro con un sí necesitado de cobijo. Son momentos en que la lluvia crea vida en las ciudades como prepara los campos para la sementera. Ellos no tenían sitio para ofrecerle un lugar en el mundo y. sin tiempo, acaban encontrándose en una mañana cargada de promesas. No apartaron sus miradas, ocupadas en mensajes recogidos en el refugio de la lluvia con unos cuerpos que se saben cerca. 

Amaina la lluvia, las hojas caídas cubren, empapadas, el suelo. El otoño regala por un momento la luz mortecina de una tregua animando a salir de los chaflanes a quienes tienen el deber de mantener las pulsaciones constantes durante un tiempo para que sea provechoso el ejercicio. Nuestro hombre, a quien no le preocupan en exceso sus kilos, resbala y cae de culo sobre la alfombra de hojas de plátano que cubre la acera. Todos cuantos lo han visto corren para ayudarle e ignoran los paraguas, la lluvia, la soledad, para poner en pie al caído y preocuparse de su salud y hasta de su higiene. Cuando manifiesta que no se ha hecho daño todos van abandonando a aquel caminante dolorido que siente el ridículo de quien no ha evitado aquel peligro tan manifiesto. Las personas abren nuevamente sus paraguas, satisfechas de haberse convertido por un momento en samaritanos; obraron el bien y tendrán conversación al llegar a casa o cruzarse con la vecina. 

Guarda, a buen recaudo, su vergüenza el caído comprobando que ya nadie observa su mueca de dolor y su cojear en busca de un lugar menos concurrido donde arreglar sin miradas críticas el desaguisado que se ha producido en su cuerpo y en su pantalón sucio y con la raya atravesada por el barro. Tuvo la culpa él al resbalar y todo lo que comenten estará bien pues la caída fue realmente una pirueta peligrosa sin otra red que la realidad del cemento. 

Eugenio, así le llaman al caminante de barba cana que salió de su casa sin paraguas, reinicia su marcha, los coches se rebelan por el atasco y muestran airados la prisa de los egregios habitantes que transportan. Nadie se enfada con ellos, es normal que quienes tienen tanta prisa protesten por la falta de respeto de la lluvia que se permite provocar retrasos que el mundo no consiente. Piensa Eugenio que la culpa debe ser de algún policía que quiere ordenar el tráfico, pero, sabedor de los peligros de la contaminación acústica, acepta la sinfonía de ruidos de los atrapados como el normal proceder de quienes se preocupan por no llegar tarde a su destino. A ellos nadie les echará en cara que se olvidaron de prever la lluvia y los atascos y que no salieron antes. 

Al pasar por una calle estrecha, en su rutina de caminante, un coche le ha salpicado con el agua acumulada en un charco. Su primera intención ha sido gritar palabras gruesas y levantar el brazo con el índice y el meñique apuntando al desaprensivo conductor que ni se ha percibido de su hazaña. Sacudiéndose el agua va pensando que no lleva un buen día, ¡cómo se le ocurre caminar por aquella calle estrecha y con tráfico! Ha olvidado el coche que salía rápido del atasco para no entorpecer el normal discurrir de una civilización organizada.  

¡Tenías que ir con más cuidado, Eugenio! 

Una chica joven, con paraguas, no hace intención de bajar de la acera cuando se acerca y él desciende al asfalto, mojándose feliz, porque es un caballero que cede el paso a las mujeres. Mojarse es culpa suya por haber olvidado el paraguas y tener prisa por no esperar a que escampe con la disculpa de las pulsaciones. Acelera el paso con ganas de llegar, después del recorrido circular, a casa. 

Al llegar al portal intenta limpiar las zapatillas y sacudir el agua antes de entrar. No quiere manchar el hall de la comunidad pues los vecinos protestarían, si es un perro o un niño se puede justificar, pero una persona mayor no tiene excusa si no respeta escrupulosamente los bienes compartidos. Los que tenemos uso de razón podemos tener niños o perros mal educados, pero no dar malos ejemplos. 

Al llegar a casa se siente satisfecho, los ocho kilómetros que marca el artilugio que lleva activado en el móvil, dan fe de haber cumplido sobradamente con su salud y que ni el colesterol, ni el azúcar, ni la obesidad pueden presentar recurso contra su comportamiento modélico. Pone la chaqueta blanca del chándal a secar en el radiador de la calefacción y repone su esfuerzo con una bebida baja en calorías y sabores. Está feliz de haber robado tiempo al peligro de tantas enfermedades posibles. 

Coge un cigarrillo entre sus dedos, pero no lo fuma. Es una costumbre que ya cumplió los diez años, abre el frigorífico, pero no pica a pesar de estar lleno de manjares que le tientan, porque no debe comer entre horas, se duerme complacido, en el sofá de piel del salón, con la calefacción a tope, las luces encendidas, el televisor hablando solo y el agradable sonido de los coches protestando al otro lado de la ventana, en el frío. 

Sus sueños visitan un paseo sin hojas amarillas en el suelo, con personas que ofrecen su paraguas a quienes lo olvidaron, ciudadanos que acuden andando a sus citas y escasos coches que respetan el silencio y los charcos, una joven que baja de la acera para evitar que aquel hombre que camina persiguiendo al colesterol no se moje, unos niños menos consentidos y unos perros mejor adiestrados que le permitan mojar el hall de la comunidad un día en que dejó su paraguas olvidado. 

Al despertar, a su lado, un niño ve una de tiros en la tele y le exige que arregle Internet porque quiere hablar con sus amigos. En medio de los ladridos de un perro que no espera acude a revisar el ordenador sabiendo que aquel perro de sus hijos le exigirá exponerse de nuevo al frío y no podrá ser excusa para su resfriado porque se mojó por la mañana cuando nadie le exigió caminar tan temprano. 

Cuando visita los árboles para que el perro establezca sus dominios y suelta su correa para no coartar la libertad de la clase perruna va pensando en tomar por la noche unos sobres medicinales y un tazón de leche muy caliente con miel, evitando lo que su abuelo añadía de orujo al artesanal remedio. El alcohol es más peligroso que el tabaco y el tabaco es el peor enemigo de la salud ciudadana, nada dice de los tubos de escape de los coches o de la calefacción a tope que recibe su entrada en el comedor para intentar tener unos minutos de calma. 

Mañana descanso y el lunes a trabajar de nuevo, no le resulta tan ingrata como el viernes esta rutinaria obligación. Ladra el perro y ahora desconoce la razón. Protesta de la lentitud del ordenador su nieto como si él fuera el propietario de la línea de teléfonos, suenan armónicos los coches en su calle, llueve, pero el ya no tiene obligaciones que le expongan al mal tiempo. 

La rutina volverá, pero ya puede soñar tranquilo porque no le gusta mojarse nunca, ni en estos días de otoño. 

  

 

 

 

 

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